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Divendres, 19 abril 2024

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El movimiento social más duradero de las últimas décadas en Francia

Un año con los “chalecos amarillos”

El movimiento de los “chalecos amarillos”, que surgió en noviembre de 2018, continúa con sus movilizaciones con un seguimiento desigual. Otras causas se han sumado rápidamente a la defensa del poder adquisitivo: el medio ambiente, la lucha contra la violencia policial o el referéndum de iniciativa ciudadana. El poder, ya desestabilizado el año pasado, teme que su reforma de las pensiones reavive el fuego bajo las brasas.

por Pierre Souchon, noviembre de 2019
Este artículo se publicó en el diario digital Le Monde Diplomatique en español.
 

“Es triste… Ya no es lo mismo”. Nicole pasea una desconsolada mirada por la rotonda de Massibrand (1), anteriormente ocupada por los “chalecos amarillos” de Ardèche. El mistral de enero hace restallar una escuálida bandera sobre algunos palés amontonados. “Hemos tenido que trasladarnos al terreno de un particular, pero está separado de la carretera. Somos menos visibles y eso nos hace perder gente”. Poco después del discurso del presidente de la República, el 10 de diciembre de 2018, excavadoras, buldócers y fuerzas del orden entraron masivamente en las rotondas. De inmediato, surgió entre los “chalecos amarillos” un vocabulario militar, con nombres de rotondas que eran como los de tantas batallas: “Nos replegamos a Chanaleilles”, “Mañana retomamos Orcival”… Desde las rotondas, se observan en la lejanía numerosas instalaciones incendiadas, resultado de una política de tierra quemada. “La rotonda transmitía calidez. Pasábamos cuando queríamos, estaban los gritos, los abrazos”, prosigue Nicole. “Alguien lanzaba una iniciativa por la mañana, la comentábamos durante el día y al atardecer habíamos decidido qué íbamos a hacer… Ahora nos quedan las reuniones. ¡Pero es un auténtico peñazo! Hay que organizarse para ir, como con cualquier otra actividad, sentarse, escuchar en una sala…”.

El tiempo de la organización

Al destruir esos nuevos espacios de sociabilidad, ardientemente defendidos por sus ocupantes, las autoridades recuperaron una vieja costumbre y se sirvieron de un conocimiento adquirido a lo largo de la historia social: controlar los lugares donde las clases populares se reúnen les impide organizarse. Para evitarlo, también había que presionar a los líderes del movimiento. Así, desde finales del mes de octubre de 2018, las administradoras del evento del 17 de noviembre en Facebook fueron víctimas de campañas telefónicas de intimidación de dudosa procedencia. “Eran llamadas raras –cuenta Stéphanie–, que transmitían información proveniente de la misma persona: ‘un íntimo colaborador de Macron’. La idea era que había que pararlo todo, que Macron iba a llevar al país a la guerra civil y que seríamos las primeras en caer”. Esos métodos causaron una fuerte impresión en esos activistas debutantes –mujeres en su mayoría– y lograron que la mayoría de ellos se retiraran.

Y sin embargo… “Voy a continuar”. Lejos de las balas de goma y las granadas de las ciudades, y de los primeros destrozos que descubría con horror en las redes sociales, Vanessa no abandonó: “Quiero luchar contra la violencia”. Esa consigna no figura en las cuarenta y dos reivindicaciones nacionales de los “chalecos amarillos”, que Vanessa separa en dos vertientes: “La economía, porque ya no podemos esperar más; y la democracia, porque, si no nos blindamos, ¡nos dan algo hoy y nos lo quitan mañana! ¡Pero atención, la nevera es lo primero!”.

Reparto de la riqueza, del poder de decisión: ese lenguaje no era, a principios de año, el de las confederaciones sindicales. Habituadas a llamamientos más defensivos y menos directamente políticos, estas hacían a propósito del movimiento declaraciones muy prudentes, que contrastaban con su manifiesta hostilidad inicial. Por el lado de los “chalecos amarillos”, la anulación por parte de los sindicatos del transporte por carretera de una huelga prevista para el 9 de diciembre fue muy mal acogida: “No la secundaron, y todo para lograr una victoria minúscula”, lamenta Brigitte. “Ese día, estaba en un peaje de autopista. Éramos doscientos al amanecer, los esperábamos… Era una oportunidad de oro para hacer retroceder a los de enfrente”. Ese punto fue debatido durante mucho tiempo en las reuniones, y entonces todo el mundo se mostró de acuerdo en meter a los sindicatos en el mismo saco que al Gobierno.

En Vernet, lentamente, en medio del caos y los vítores, de los abrazos y portazos, Évelyne trabaja en la “estructuración” de esas reuniones: “Hago trabajo militante de base”. Jubilada, participa tanto en acciones de toda clase como en los momentos festivos y, de manera igual de “básica”, comparte conocimientos prácticos adquiridos a lo largo de cuarenta años de lucha política y sindical: establece el orden del día, los turnos de palabra, mandatos imperativos y revocables… Estos se multiplican con rapidez, y si estas prácticas convierten la asamblea general de Vernet en un caso singular en el paisaje de Ardèche, es gracias a que el tiempo lento de la organización funciona en simbiosis con el tiempo de la acción, el de las manifestaciones de los sábados, concretamente.

No obstante, el mismo “trabajo militante de base”, destacado por los “chalecos amarillos” de otros departamentos, no se lleva a cabo en ningún otro lugar de Ardèche. Ni siquiera en Férenches, donde la izquierda sindical y política moviliza a intervalos regulares a varios cientos de militantes en las manifestaciones. Abandonados a sí mismos, los “chalecos amarillos” funcionan en pequeños comités: algunas personas con afinidades comunes preparan en la intimidad de una habitación acciones, reflexiones y octavillas que luego presentan terminadas a los demás. Ese modo de organización rápidamente suscita tensiones en las bases, buena parte de las cuales abandonan el movimiento. Más tarde, se producen desavenencias en el seno del propio comité, que se fragmenta en diversas facciones. Pacientemente, sola, en una ciudad lejana, Évelyne recuerda “las cosas básicas”: la larga historia de divisiones, la necesidad de unidad, de organización…

Primeras divisiones

Organizarse. Sin el pequeño comité, imperceptiblemente, tres grupos se forman en Férenches. Dos, muy minoritarios, se enfrentan desde el mes de enero. El primero, formado por varios directivos, por trabajadores en activo o jubilados, desea convertir las manifestaciones de los sábados en una especie de acontecimiento a la vez festivo e identitario, que incluya únicamente a “chalecos amarillos”. El segundo, mucho más partidario de las acciones radicales, novedosas, de sumar otros apoyos al movimiento, le reprocha al primero su carácter rutinario y de repliegue. En buena medida, este grupo está animado por mujeres que viven solas y precarizadas. Entre los dos, varias decenas de personas dudan. “¡Lo peor –recuerda Audrey– es que al principio todos trabajábamos codo con codo! ¡Los dos grupos pasábamos las noches juntos! Bailábamos, íbamos de fiesta… No entiendo qué ha pasado”. Todavía más extraño: al principio del movimiento, la mayoría de los miembros de esos dos grupos votaban a la Agrupación Nacional (RN, por sus siglas en francés; antiguo Frente Nacional); por lo tanto, las preferencias políticas no eran motivo de divergencias. “En realidad, esos tipos no formaban parte de nuestro mundo”, analiza Anne. “Desde el principio, decían que les iba bien, que eran propietarios de sus casas, que podían marcharse de vacaciones, pero que nos apoyaban…”.

De hecho, es la clase social lo que ha determinado las preferencias de cada cual y las formas que ha adoptado su compromiso con el movimiento. Esta conciencia de clase ha dejado en constante minoría al grupo de los directivos y ha llevado a una distanciación respecto de las tesis de RN. El grupo proveniente de las clases populares ha identificado este partido como un enemigo tras haber descubierto paulatinamente que era tanto un partido de orden –RN se ha opuesto a la amnistía de los “chalecos amarillos” condenados; ha apoyado la represión– como un partido liberal –se ha negado a aumentar el salario mínimo–. De modo inverso, esas mismas tesis represivas y liberales no molestaban al grupo más favorecido, que reprobaba las manifestaciones violentas y cuya motivación esencial para votar a RN era la inmigración –un tema que ha intentado en vano introducir en el movimiento–.

Como la dinámica de los inicios comienza a perder fuelle, se busca inspiración en otras partes. En diciembre de 2018, se lanzó el primer “llamamiento de Commercy” –por el nombre de un pueblo del departamento de Mosa– con el fin de crear un mecanismo de coordinación de alcance nacional. Más de cuatrocientos “chalecos amarillos” llegados de toda Francia acuden a finales de enero a esa “asamblea de las asambleas”, a los que pronto se van sumando otros más. Al principio, esa iniciativa halla poco eco a nivel local. A finales de enero, ningún representante de Ardèche llega a Commercy, al contrario que a Saint-Nazaire en abril y Montceau-les-Mines en junio. “No sabemos qué quieren hacer”, suspira Claire, tiempo después de Commercy. “Sus informes tienen quince páginas… ¿Y discutir un fin de semana entero cuando estamos movilizándonos? Además, en nuestro grupo, las dos representantes enviadas a Saint-Nazaire son una profe de universidad y otra que paga el impuesto sobre el patrimonio…”. Estas mismas representantes han llegado al movimiento obsesionadas por el llamamiento de Commercy, cuando otros lo abandonan por motivos familiares, por miedo a la represión, por ausencia de resultados inmediatos en la lucha…

En ese mismo momento, el Referéndum de Iniciativa Ciudadana (RIC) acapara temporalmente la atención de los “chalecos amarillos”: presentado como una solución llave en mano con la que resolver todos los problemas, es motivo durante la primavera de varios debates, al principio concurridos, luego cada vez menos. En efecto, los talleres constituyentes atraen, con bolígrafo y bloc de notas en la mano, a un público satisfecho de encontrarse en situación escolar frente a un “sapiente”. Pero ese auditorio no constituye, en absoluto, la mayoría sociológica de los “chalecos amarillos”, cada vez más próxima a las clases populares.

Sobre el terreno, estos cuentan con muchos antiguos sindicalistas en sus filas. Así, tras el jarro de agua fría de los comienzos, el llamamiento de la Confederación General del Trabajo (CGT) y otras organizaciones para que el 5 de febrero se cree una “jornada nacional de huelga de veinticuatro horas” suscita la esperanza de una huelga general. El fracaso de esa movilización reafirma a los “chalecos amarillos” en su convicción de que solo ellos son capaces de hacer recular al Gobierno, justo en el momento en que el movimiento languidece. Al mismo tiempo, en todas partes, se refuerzan los vínculos de solidaridad, entretejidos en las rotondas y los bloqueos, frente a la represión, con la impresión muy concreta de que se está formando una comunidad. Desconocidos se hospedan unos a otros, se confían sus mayores secretos y sus hijos, se prestan sus coches… Y sus casas. “¡Increíble!”, dice asombrada Élodie frente a Nicolas, sindicalista y “chaleco amarillo”. “¡Este verano puedo pasar mis vacaciones en tres departamentos sin pagar alquiler, solo porque somos ‘chalecos amarillos’! Somos más que eso, de hecho. Somos… Somos…”. “Camaradas”, completa Nicolas. Élodie responde: “Eso suena algo viejo, ¿no?”.

Nicolas está convencido: “Vuelven a empezar de cero. Tanto, que ahora muchos querrían quitarse el chaleco, porque se sienten estigmatizados, señalados… El problema es que, como nadie les ha dicho que son la clase obrera, ¿qué son?”. Algunas semanas más tarde, nuevo fracaso: la jornada de acción sindical del 19 de marzo reúne a poca gente a nivel local. Varios militantes son invitados a la siguiente asamblea general de los “chalecos amarillos” de Vernet: “Salimos de allí con las ideas más claras”, cuenta Roland. “Hubo una discusión franca, honesta: los sindicalistas nos explicaron que no podían hacer más, movilizar más en las empresas ni en la calle. Estaba muy claro”. Frente a esa constatación, los “chalecos amarillos” rápidamente deciden repartir folletos informativos por las empresas. Faltos de efectivos suficientes, la iniciativa tiene poca continuidad y rubrica el fin de la esperanza de una alianza con los sindicatos.

El confort de la comunidad

Otros ausentes: los militantes políticos. En un mercado, en Rastel, de modo casual, Anne coincide con varios de ellos en un bar y les pregunta rápidamente: “¿Por qué la Revolución rusa es tan importante? Estamos en Francia, ¿no?”. Las frecuentes referencias a los “trotskistas”, a los “estalinistas”, por no hablar de las alusiones a los “anarquistas” provocan verdadera incomprensión. “¡Pero explicádmelo!”. Las risas continúan. Anne insiste: “¡Sabéis un montón de cosas y no compartís nada! Además, ¿por qué nunca habéis ido a las rotondas?”. “Para que no parezca que queremos dar lecciones”, le responden. Sin embargo, este contundente argumento no pone el deseado término a la discusión: “¿No sabéis llegar a algo concreto, discutir con normalidad, intercambiar ideas?”.

En realidad, la comunidad de militantes de partido, cómoda, familiar hasta en sus acostumbrados conflictos, no tiene el menor deseo de mezclarse con una realidad social extraña, ignorante de los temas de debate habituales entre militantes. Sin embargo, estos están masivamente presentes en una jornada organizada por los “chalecos amarillos”: la proyección de J’veux du soleil ! (¡Quiero sol!) en presencia de su codirector, François Ruffin, diputado (La Francia Insumisa) por el departamento de Somme. Todos toman la palabra en medio de varios cientos de personas vestidas de amarillo, sin miedo a dar lecciones. La prensa local inmortaliza ese momento. Ya no está allí cuando esos mismos militantes abandonan la sala, escandalizados por el “antisemitismo” de una quincuagenaria “chaleco amarillo” que ostenta una alusión a la “quenelle” en su ropa. Sin embargo, no sabe nada sobre Dieudonné (2), y se prepara para participar la semana siguiente… en una marcha de los “chalecos amarillos” contra “toda forma de violencia, racismo y discriminación”.

Desde hace un tiempo, la lección ecologista es un deporte ampliamente practicado: Nathalie y Brigitte tratan de convertir a la ideología verde a los “chalecos amarillos” de Salettes. “Lo importante –dice Nathalie con ánimo pedagógico, en primavera– es la rotación de cultivos y, ¡sobre todo, sobre todo!, poner estiércol. Si no, la tierra muere. Y nada de abonos sintéticos, nunca. ¡Contaminan!”. Por su parte, Brigitte insiste en los beneficios de la permacultura, con un folleto explicativo. La asamblea escucha atenta, durante mucho rato, hasta que Noël, y luego Marcel, Guy y Pascal responden tímidamente que, como hijos de agricultores que son, realizan todo eso en sus jardines desde hace cuarenta años…

No obstante, algunos militantes políticos son conscientes de que habrían ganado escuchando más: “Las cuarenta y dos reivindicaciones de los ‘chalecos amarillos’ eran extremadamente pertinentes. Las logramos casi el principio del movimiento”, observa Émilien, durante largo tiempo miembro del Partido de Izquierda. “Las formaciones de izquierda deberían haberlas hecho suyas inmediatamente, sin discutir, porque eran un verdadero programa de transición y emanaban del pueblo”. En lugar de compartir su punto de vista con los chalecos amarillos, Émilien, como tantos otros, lo guarda para sus discusiones entre amigos.

Vender la moto

No obstante, la simple palabra “transición” habría tenido el inmenso mérito de ofrecer perspectivas de futuro. El movimiento carece completamente de ellas, una vez constatado que la “convergencia de luchas” sigue siendo una quimera. “¡Eso ya no quiere decir nada! –protesta Vanessa poco después del Primero de Mayo–. ¡Ya no damos miedo a nadie, dando vueltas todos los sábados! ¡Ahora es la misma rutina que en los sindicatos! Cada vez hay menos gente, pero aun así vamos, y nos vamos quemando cada vez más. Tenemos que recuperar el espíritu de los inicios del movimiento”. Sin duda, pero la dinámica ya no es la misma: el apoyo del resto de la población decae, y al breve lapso de tiempo de la aparición inesperada y victoriosa sucede el largo tiempo de la historia. “Al principio, creíamos que podíamos tenerlo todo”, rememora Amandine. “Luego, el movimiento comenzó a perder fuelle y, entonces, nos pusimos a leer todo lo que caía en nuestras manos. Al informarte, te das cuenta de que el culpable no es solo Macron. Están la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial del Comercio… Se trata de todo un sistema económico y político, de hecho, el capitalismo, que está muy organizado y es poderoso, que existe desde hace mucho tiempo…”. Y que se demuestra correoso. Como consecuencia, a falta de perspectivas políticas y de pensamiento táctico o estratégico, a menudo las disputas personales pasan a ocupar el primer plano.

Es el momento que escogen los militantes políticos para hacer algunas tímidas –y raras– apariciones: las elecciones europeas se acercan… Sus discursos son, si cabe, percibidos como todavía más “sectarios”, ya que ponen en la picota a tal o cual partido adversario pese a que ninguno se ha sumado al movimiento. “Todos iguales” es de nuevo el balance al que llegan los “chalecos amarillos”, cansados del “Votad por nosotros” –“Todos lo dicen”– y convencidos de que todos van “a vendernos la moto, sin que les importen un comino los ‘chalecos amarillos’”. Ese sentimiento se refuerza cuando las animadoras del movimiento que se habían mostrado menos hostiles a los partidos son rápidamente captadas… y terminan figurando en listas de las elecciones municipales. Carole cuenta: “La mayoría eran profesoras jubiladas. El único argumento que me dieron es: ‘¡Tú eres joven, estupendo! ¡Si nos necesitas para una acción de los chalecos amarillos, no lo dudes!’. Ahora, seis meses más tarde, es el momento…”. La izquierda política está contenta de llevar, por fin, sus batallas a los estrados de una campaña, y no a las rotondas. Sin perspectiva política que federe, cada vez hay más claros en las filas del movimiento.

El regreso de la historia obrera

“¡Ya lo tengo!”, comenta Amandine, quien, durante el paréntesis de la movilización, se había dedicado a cuidar su jardín. “Nos han vencido mediante los créditos, las deudas… La pasta. ¡Por lo tanto, es necesario reconstruirlo todo sin esas cosas!”. “¿Reconstruir qué?”, le pregunto. “¡Todo! –contesta–. En primer lugar, asegurar lo material, lo concreto, todo aquello que la gente necesita. Echar una mano a la hora de cumplimentar la documentación administrativa, llevar un poco de ayuda alimentaria, ropa… Y después, garantizar la cultura, a la que nunca tenemos acceso: dar clases de baile, de música, poner dinero para una sesión de cine, hacer dos horas de deporte colectivo a la semana… Todo eso tiene como nexo común el hecho de que no queremos el dinero de los demás. El único que habrá será el nuestro, ¡y no obtendremos rédito económico!”.

La idea de Amandine se abre paso: ya ha atraído a Agathe, Juliette y otras amigas. No es nueva: es la de las casas del pueblo, cuya fundación preludió el nacimiento de la CGT y la eclosión de los partidos de masa. Por antigua que sea, cobra particular vida en las encendidas discusiones de esas mujeres jóvenes que manifiestan su rechazo del electoralismo y sus ganas de ver a las organizaciones preocupándose por la existencia concreta de la gente. “Vuelven a empezar de cero”, repite Nicolas, al que le espanta la iniciativa: esa etapa de juventud del movimiento obrero ha nacido de ellas mismas, sin la mediación de libros de historia, ni de ningún militante…

La propuesta, por el momento en estado embrionario, está lejos de constituir un fenómeno aislado: la lucha insufla ánimos. Algunos “chalecos amarillos” se han involucrado en la campaña por el referéndum de iniciativa compartida contra la privatización de Aéroports de Paris. Otros han cambiado radicalmente sus hábitos de consumo, construyen gallineros y jaulas de conejos y desbrozan jardines tras haberse deshecho de sus televisores… Y otros se implican en combates locales: “Nos anunciaron el cierre de una clase para el curso que viene. De normal, me habría dado por vencida enseguida”, cuenta Julie. “Pero, entretanto, habían aparecido los ‘chalecos amarillos’: ¡entré en batalla con la cabeza gacha! Yo, súper tímida antes, fui a ver a la gente, promoví la firma de peticiones, me entrevisté con políticos… Al final, había aprendido la estrategia y, sobre todo, ya no tenía miedo. Moraleja: ¡lo conseguimos!”.

También se ha conseguido el fin de una terrible soledad: aunque la fraternidad de las rotondas es un recuerdo, ha existido, y cada uno se ha reconocido en el otro que consideraba un extraño. En las redes sociales, al principio del movimiento, Vanessa encontró apoyos hasta en el Magreb: “Un tunecino me explicó que en 2008 habían tenido seis meses de protestas en Gafsa –una cuenca minera–. Me dijo que no me desanimara; las manifestaciones de Gafsa fueron aplastadas, pero la gente levantó la cabeza a partir de entonces… y, tres años más tarde, hicieron caer al dictador. ¡Los ‘chalecos amarillos’ deben ser nuestro Gafsa!”.

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(1) A cambio de colaborar en este reportaje a largo plazo, las personas entrevistadas han exigido el más estricto anonimato. Se han modificado todos los nombres propios y los nombres de los lugares son ficticios.

(2) N. de la T.: La “quenelle” es un polémico gesto que recuerda al saludo fascista, creado por el antisemita cómico francés Dieudonné.

Pierre Souchon, periodista.



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