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Dijous, 28 Març 2024

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Hacia el recorte de las pensiones en Francia

¿Pronto la jubilación a los 70 años?

A finales de 2019, la movilización contra la reforma de las pensiones sustituyó a las protestas de los “chalecos amarillos” en Francia. ¿Sucederá lo mismo a finales de 2022, después de que el inicio del otoño haya estado marcado por huelgas en refinerías y determinados servicios públicos para obtener aumentos salariales? Los primeros anuncios del Gobierno francés sugieren medidas que acelerarían la bajada de las pensiones.

por Michael Zemmour, noviembre de 2022
Artículo publicado en Le Monde Diplomatique en español.
 

“Si queremos preservar el sistema de pensiones por reparto, que es el que concita la adhesión ciudadana –explicaba la primera ministra francesa Elisabeth Borne el 22 de mayo de 2022 (en La Tribune)–, tendremos que ir trabajando gradualmente durante más tiempo”. En muchos aspectos, el proyecto anunciado por el presidente francés Emmanuel Macron durante su campaña electoral tiene un aire de déjà vu. Primera ministra, expertos o editorialistas, es el mismo coro el que entona la cantinela de siempre: “Trabajemos más para salvar nuestras pensiones”. Al igual que en 2010, podría tratarse de aplazar la edad de acceso a la pensión; o de una nueva ampliación del periodo de cotización, como las decididas por los Gobiernos de Édouard Balladur en 1993, Jean-Pierre Raffarin en 2003 y Jean-Marc Ayrault en 2014; o también de una mezcla de ambas medidas. A primera vista, la reforma “paramétrica” anunciada para 2023 se enmarca en lo que ya conocen los gestores del sistema social y contrasta con la revisión global que habría constituido la introducción de un “sistema universal por puntos”, que quedó malparado tras las movilizaciones del invierno de 2019-2020, y más tarde abandonado al estallar la crisis sanitaria (1).

Hay pues una sensación de encontrarse ante algo familiar, de la que probablemente convenga no fiarse. Porque, de conseguir lo proyectado, el Gobierno de Borne certificaría la entrada en una nueva era de la reforma de las jubilaciones: la de la reducción voluntaria de la duración y de la cuantía media de las pensiones. A nivel agregado, el objetivo es operar una reducción sin precedentes de su cuota en el producto interior bruto (PIB), en el preciso momento en que aumenta la proporción de pensionistas en la población. Partiendo de los principales indicadores económicos –nivel de gasto, tasa de reemplazo, nivel de vida relativo de los pensionistas e incluso tasas de cotización–, podemos distinguir fases en la historia del sistema de pensiones francés: una tras el periodo de expansión iniciado después de la Segunda Guerra Mundial, y otra tras el periodo de “control del gasto” –cuando, de 1987 a 2010, los efectos de la mejora de las carreras profesionales compensaron un claro endurecimiento de las condiciones de jubilación–. Lo que parece ahora iniciarse es un tercer momento, el de la deconstrucción (parcial) del sistema de pensiones, como objetivo en sí mismo.

El sistema de pensiones por reparto introducido en 1945 no tenía todas las características que le conocemos: la proporción de la población incluida era entonces relativamente baja (todavía había muchos no asalariados) y la mayor parte de la gente moría antes de la edad de adjudicación de la pensión completa (fijada en 65 años), o poco después. La jubilación era entonces algo como un modesto seguro vitalicio, que ayudaba a protegerse de la miseria y de la dependencia (2). La cobertura aumentó en la segunda mitad del siglo XX, como consecuencia de la expansión del sector asalariado y del aumento de la tasa de empleo de las mujeres. El cálculo de la pensión se volvió más favorable por al aumento de la tasa de reemplazo del régimen general o también por el creciente peso de las pensiones complementarias. Y la introducción en 1972 de una “garantía de recursos” a partir de los 60 años permitió adelantar el fin de la vida laboral. Tanto es así que, en 1981, cuando el Gobierno de izquierdas consagró por ley la “jubilación a los 60 años”, las organizaciones de trabajadores temieron un deterioro de los derechos (3). En cualquier caso, aquel periodo fue el de la universalización de una prestación que auténticamente venía a sustituir el salario, y que alcanzó su plena realización en torno a los años 1980. La cuantía de las pensiones permitía entonces, en la gran mayoría de los casos, mantener un nivel de vida cercano al del periodo de actividad, durante una duración media de más de veinte años para los hombres y de veinticuatro años para las mujeres (4).

Debido a los efectos a largo plazo de estas medidas y a la mejora de las carreras profesionales, las condiciones de jubilación siguieron mejorando “por término medio” durante casi tres décadas. Una mejora continua, pues, pese a que a partir de la década de 1980 las reformas pretendieron más bien frenar la progresión de los derechos a una pensión. Por un lado, se trataba de hacer frente a lo que se presentaba como una “bomba demográfica”, combinación de una mayor esperanza de vida, de la llegada de generaciones numerosas a la jubilación y de una mejora considerable de los derechos propios de las mujeres que llegaban a la edad de adjudicación de la pensión. Por otra parte, en un contexto de “desinflación competitiva”, es decir, de contención salarial, la cuestión también era frenar el crecimiento del importe global de las pensiones puestas en pago.

Durante esta segunda fase de la historia de las reformas, los Gobiernos modificaron, con mayor o menor discreción, el cálculo de las pensiones así como, secundariamente, y más tarde, ampliaron el periodo de actividad. Así fue como, a partir de 1993, el salario de referencia pasó a ser el de los veinticinco mejores años y ya no el de los diez mejores. Sobre todo, por ser menos visible pero muy eficaz en términos de ahorro, el cálculo de las pensiones y la revalorización de las pensiones en pago ya no se indexaron en el crecimiento sino en los precios (5). Inicialmente poco coercitiva (la mayoría de los trabajadores que alcanzaban los 65 años habían cotizado de forma efectiva durante 37,5 años), la duración de la cotización desempeñaba ahora un papel fundamental. Al situarse progresivamente en 40 y luego 42 años, llevó a las personas que seguían trabajando con 62 años a posponer el fin de su vida laboral para alcanzar la tasa completa y la consiguiente mejor pensión posible. Además, el “mecanismo de descuento” (una penalización por vida laboral incompleta) se cebaba en personas con pensiones ya especialmente bajas. En 2016, el 20% de los jubilados más modestos (mujeres en el 87% de los casos, y cuya pensión media, incluida la de viudedad, era inferior a 800 euros brutos) sufrían proporcionalmente cuatro veces más que el resto de pensionistas los efectos del descuento, a pesar de que empezaban a cobrar su pensión en promedio dos años más tarde que los demás (6).

Un sistema de pensiones más protector que el de su entorno

Aunque estas reformas degradaron objetivamente los derechos individuales, a lo largo de este periodo el nivel real de las pensiones siguió mejorando “por término medio”, así como alargándose el periodo de disfrute de la jubilación. Los nuevos jubilados habían experimentado unos inicios de vida profesional marcados por el crecimiento y el bajo nivel de desempleo, y las mujeres mejoraron con mucho la situación de sus antecesoras. Las pensiones ya otorgadas quedaron relativamente a salvo de las sacudidas económicas coyunturales. El nivel de vida relativo de los pensionistas en comparación con el resto de la población alcanzó así su nivel más alto en 2014. La duración media (proyectada) de la jubilación también siguió mejorando por la creciente esperanza de vida hasta 2010, correspondiendo con el fin de la trayectoria profesional de la generación de 1950. Así las cosas, pese a la sucesión de reformas y quizás gracias al fracaso de algunas de ellas, en 1995 o en 2020, la jubilación sigue siendo más protectora y más igualitaria en Francia que en países comparables.

Dicho esto, el periodo de jubilación fue menguando desde la década de 2010 y el nivel de vida medio de los pensionistas se deterioró. Los Gobiernos les infligieron una desindexación de las pensiones o, en 2018, un aumento brutal de la cotización social generalizada (CSG), con el argumento del estancamiento del nivel de vida de los trabajadores en activo en el periodo 2008-2018. Y el horizonte anuncia más nubarrones para los nuevos pensionistas. El periodo previsto de disfrute de jubilación de una persona que accede al derecho a pensión en 2022 es un año más corto que el de alguien que dejó la vida laboral en 2010. Las reformas anteriores –cuyos efectos se acentuarán aún más con la ampliación prevista hasta 43 del número de años cotizados– ya se han “comido” más que todo el aumento de la esperanza de vida por encima de los 60 años, y esta, por su parte, está estancada desde hace dos décadas. Otro dato es que las generaciones que ahora se jubilan cobran pensiones en relativo declive respecto a sus ingresos laborales. Y esto no tiene visos de mejora en el futuro, tratándose de personas cuyo inicio de actividad profesional llevó el sello del desempleo, y los pasos posteriores el de las crisis de 1993 y 2009. La mayor duración de los estudios también ha retrasado la entrada en el mercado laboral, una vez que el crecimiento de la tasa de empleo de las mujeres ya produjo su principal efecto.

La fase del desmantelamiento

Sin nuevas reformas, la jubilación será cada vez más corta (con una edad media de adjudicación que alcanzará los 64 años para la generación de 1976, según el Consejo de Orientación de la Jubilación [Conseil d’Orientation des Retraites, COR]) y podría convertirse, de nuevo, en un tiempo de desclasamiento social. Tal y como marcan insistentemente los informes del COR, a veinticinco años vista es probable que el nivel de vida de los futuros pensionistas sufra un fuerte descenso respecto al del resto de la población. Esta tendencia tiene su principal origen en la política salarial del Estado, que favorece las primas (excluidas del cálculo de las pensiones) en detrimento de los salarios, y también en las decisiones tomadas por los organismos gestores de las pensiones complementarias, que hasta ahora se han negado a programar un aumento gradual de la tasa de cotización orientado a mantener las futuras tasas de reemplazo.

En este contexto, el nuevo proyecto de reforma adquiere un significado especial. Ya no se trata de contener el aumento del gasto –ya controlado a costa del deterioro de las pensiones– sino de iniciar resolutivamente una nueva fase, la del desmantelamiento. El Gobierno de Borne pretende acelerar la reducción de derechos para garantizarse rápidamente unas pensiones más cortas. Y, consiguientemente, aumentar la mano de obra disponible y reducir la socialización de nuestra economía. “Menos retenciones fiscales, menos gasto público” es el mantra del ministro de Economía y Hacienda Bruno Lemaire. Aunque no queda claro mediante qué mecanismo, la estrategia de Lemaire pretende situar a Francia en una nueva senda de crecimiento (para muestra, lo que ha ocurrido recientemente en Inglaterra, véase el artículo “El otoño del desconcierte en el Reino Unido”). Dentro de esta lógica, la reducción del gasto en pensiones debe cubrir, en particular, la supresión de la cotización sobre el valor añadido de las empresas (CVAE) a partir de 2024, es decir, un coste de 8000 millones de euros anuales ­para el erario público. El Gobierno así lo asume en sus documentos presupuestarios o en el programa de estabilidad enviado a la Comisión ­Europea. Este ministro tampoco guarda secreto al respecto cuando insta a los empresarios a apoyar la reforma “con entusiasmo, con determinación. ¡Son entre 8000 y 9000 millones de euros de ahorro al final del quinquenio!” (France Inter, 27 de septiembre de 2022). La reducción del gasto en pensiones podría indudablemente permitir al Estado francés acometer semejante “ahorro”, siendo este quien, además de financiar las pensiones de sus emplea­dos, mantiene el equilibrio de determinados regímenes y garantiza la solidaridad entre cotizantes.

El otro objetivo de la reforma es aumentar la mano de obra disponible en el mercado laboral. En primer lugar, hacer que la gente trabaje más para producir más. Pasar la edad de jubilación de 60 a 62 años entre 2010 y 2018 ha demostrado que lleva a las personas que trabajan aun estando en edad de jubilarse a no dejar el empleo, a pesar suyo para la mayoría de los asalariados y, sobre todo, en detrimento de la salud de los trabajadores expuestos a factores de penosidad física o psicológica (7). En segundo lugar, hacer que la gente trabaje más para aumentar la competencia en el mercado laboral. En un momento en que el desempleo se encuentra en descenso, el Gobierno está preocupado por las dificultades de contratación, muy reales en algunos sectores como la hostelería, y por el riesgo de un aumento de los salarios. Su reforma del seguro de desempleo pretende de ese modo, en caso de “tensiones” en el mercado laboral, reducir la protección para favorecer la aceptación de empleos con peores condiciones laborales o salariales. La reforma de las pensiones no es ajena a esta lógica. Según los modelos macroeconómicos del Tesoro francés o del Observatorio Francés de Coyunturas Económicas (OFCE), en los que se basan las decisiones gubernamentales, mover la edad de la jubilación provocaría un aumento de la población activa de unas 100.000 personas cada año durante nueve años, lo que provocaría un auge temporal del desempleo (en particular porque una parte de los veteranos en activo, ya desempleados a los 62 años, seguirían sin trabajo) y, por tanto, una contención salarial.

Desiguales ante la muerte

En 2020, la mayoría de los asalariados se jubiló a los 62 años, en cuanto a los ejecutivos, estos lo hicieron mayoritariamente a los 63. Por tanto, todas las categorías profesionales parece que se verán afectadas por el proyecto de reforma. Las consecuencias, sin embargo, serán probablemente más duras para algunos. En 2019, a los 61 años, el 35% de los obreros no tenía ni empleo ni pensión y solo el 28% estaba trabajando (8). Para ellos, un aplazamiento de la edad de jubilación alargará el periodo de desempleo, cobrando el RSA (ingreso mínimo vital) o los subsidios por discapacidad, enfermedad o inactividad. Además, como bien se sabe, las clases sociales no son iguales ante la muerte. Para el 40% de los hombres de las categorías socioprofesionales más humildes, en la franja de edad de 48 a 55 años, la probabilidad de tener una jubilación de menos de diez años es un 30% superior (y un 15% de no llegar siquiera a la jubilación) (9). Para este grupo de personas, especialmente, mover la edad de jubilarse uno, dos o tres años es un paso atrás considerable.

Ante tales perspectivas, la configuración social tiende a decantarse: en un comunicado de prensa del 4 de octubre de 2022, todas las organizaciones representativas de los trabajadores y los sindicatos juveniles reafirmaron su decidida oposición “a cualquier aplazamiento de la edad legal de jubilación y al aumento del periodo de cotización”. Tan clara como inédita, esta declaración es una manifestación más del rechazo masivo de la población a la reforma: más del 60% de los encuestados se oponen a la prolongación del periodo de cotización o al cambio de la edad de jubilarse, según una encuesta del IFOP de septiembre de 2022; y el 72% considera posible reformar las pensiones sin aumentar la edad legal de jubilación, según Odoxa (Le Figaro, 22 de septiembre de 2022). Parece que ­esta vez, pese al aire de déjà vu, las cosas van por otro camino.

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(1) Léase Martine Bulard, “La destrucción de lo colectivo”Le Monde diplomatique en español, enero de 2020. Léase también Henri Sterdyniak, “Los aprendices de brujos de las pensiones por puntos”Le Monde diplomatique en español, febrero de 2011.

(2) Léase Bruno Palier, Réformer les retraites, Les Presses de Sciences Po, París, 2021.

(3) Ilias Naji, Le retournement des retraites (1983-1993). Acteurs, histoire, politiques de l’emploi et circuits financiers, tesis doctoral, Universidad de Versailles Saint-Quentin (París Saclay), 2020. Del mismo autor, “Le projet de réforme en perspective historique: de l’expansion à la compression des dépenses de retraite”, Langage et société, vol. 170, n.º 2, Éditions de la Maison des Sciences de l’Homme, París, 2020.

(4) Anne-Marie Guillemard, “De la retraite mort sociale à la retraite solidaire. La retraite une mort sociale (1972) revisitée trente ans après”, Gérontologie et société, vol. 25/102, n.º 3, 2002. Respecto a este reemplazo, Nicolas Castel, La Retraite des syndicats. Revenu différé contre salaire continué, La Dispute, París, 2009. Léase también Bernard Friot, L’enjeu des retraites, La Dispute, 2010.

(5) Anthony Marino, “Vingt ans de réformes des retraites: quelle contribution des règles d’indexation?”, Insee analyses, n.° 17, 15 de abril de 2014. Léase también Antoine Bozio, Simon Rabaté, Audrey Rain y Maxime Tô, “Quelle réforme du système de retraite? Les grands enjeux”, Les Notes de l’IPP, n.° 31, abril de 2018.

(6) L’Échantillon Interrégime de Retraités, Direction de la Recherche, des Études, de l’Évaluation et des Statistiques (DREES), datos de 2016.

(7) Thomas Barnay y Éric Defebvre, “La retraite: un évènement protecteur pour la santé de tous”, LIEPP Policy Brief, n.° 59, marzo de 2022.

(8) Michaël Zemmour, “Les effets du report de l’âge légal de la retraite à 62 ans: une approche par catégories socio-professionnelles”, apuntes de investigación, 2022, basados en Enquête Emploi, Direction de l’Animation de la Recherche, des Études et des Statistiques (Dares), 2022.

(9) Ulysse Lojkine, “Une retraite pour les morts”, apuntes de investigación, septiembre de 2022, basados en los datos proporcionados por Clément Dherbécourt, Gautier Maigne y Mathilde Viennot, “La retraite, le patrimoine de ceux qui n’en ont pas? ”, France Stratégie, nota de análisis n.° 89, mayo de 2020.

Michael Zemmour

Profesor titular de Economía en la Universidad de París 1 Panthéon-Sorbonne.


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